VIOLENCIA CERO

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domingo, 15 de enero de 2012

MADRE, HIJOS

Enloqueció cuando se dio cuenta de que ya todo estaba perdido, más perdido que en la etapa terminada de un matrimonio violento.

Ojo por ojo. Cambio radical de figuritas.

Cuando ellos comenzaron con los golpes, ella se fugó entre la melodía de mil versos sencillos y orgullosos. Ella dejó que los golpes entristecieran su cuerpo. Ella dibujaba círculos con el pie; entre la arena húmeda y el cielo azul profano, imaginados para no llorar.
¿Cómo se podía caer ante tanta dulzura de manitos que, en otro tiempo, se ensuciaban con dulce de leche? Ahora, eran serpientes, que golpeaban con enjundia.
Cuando la juventud se tiró sobre el sillón, ella quiso refugiarse en la imaginación misma del sacrilegio, azul y verde, ufano y maravilloso.

Cosa de adolescentes.
Angustiados y precisos.
Parecidos o infectados.

El silencio se veneraba en la mansión  de la suciedad escondida, detrás de la máscara invertida de la verdad.
La claridad se apreciaba después de vivir, muchos años de oscuridad. Nunca se vio la luz. Nada se podía comparar con la compañía de los herederos. Una tortura cotidiana.

Faltas y mediocridades. Combinadas con el agravio lento y genuino.
Intercambio de palabras horribles y proclives a la destrucción mamada desde el vientre.
Cosa que no podía ser resuelta a través de nadie más que ellos mismos. La única, fue ella, que sólo quiso sucumbir en el intento, sin poner restricción. Eran sus hijos.  

Juego de gusanos dispuestos a matar al otro. Cretinos y esporádicos.

Soy el otro. Acostumbrado al descanso mortuorio de la solución violenta.

Herencia maldita. Herencia vivida.
Actitud compartida.
Resignación. 

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